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El Cristiano Falso O El Peligro De La Hipocresía II

Sobre Mateo 12:43-45.

—Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, etc.

El último día expliqué las diversas partes de este pasaje de la Sagrada Escritura, siguiendo el método habitual que he adoptado a lo largo de mi exposición de otras parábolas, según la pequeña medida de luz y conocimiento que el Señor ha tenido a bien concederme. Queda una cosa más por hacer, y es, en verdad, la principal y más importante de todas: mostrarles el triste estado del falso y fingido profesante, de quien se dice que el espíritu inmundo ha salido, pero que sin embargo ha regresado con otros siete espíritus más malvados que él mismo. Nuestro bendito Señor dice: Y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero (Mateo 12:45). Ahora bien, procuraré, con la ayuda de Dios, demostrar en qué sentido puede decirse que un hipócrita disfrazado, o uno adornado solo con dones y gracias comunes del Espíritu, se encuentra en un estado peor que el abiertamente profano.

Se dice que Satanás regresó con siete otros espíritus, etc. Siete es un número que denota perfección. Considero que nuestro Salvador quiso mostrar con esto que el Diablo ahora tenía mucho mayor dominio y posesión de tal persona; muchos espíritus inmundos, o pecados peores y más peligrosos, se adhieren a él más que antes, de modo que su miseria es completa. Pero continuemos:

Gran Ignorancia

Primero: aquello que hace que los falsos profesantes o cristianos fingidos estén en una condición tan deplorable (lo cual también era evidente en los fariseos y otras personas de esa generación, a quienes se refiere principalmente nuestro Salvador, como lo muestra el final del versículo 45) es esa gran ignorancia que les es inherente a pesar de sus iluminaciones comunes; la cual generalmente consiste en los siguientes aspectos.

1. No conocen su propia y miserable condición, considerándose ricos, enriquecidos, y sin necesidad de nada (Apocalipsis 3:17), como se muestra en la reprensión de Cristo a la iglesia de Laodicea, que había caído en una condición similar. Creen que nadie sabe más que ellos, al punto de despreciar en secreto a quien les dice cómo es realmente su estado; y esto proviene de la gran opinión que tienen de su propio conocimiento por encima de los demás. Pero ahora decís: "Vemos", por tanto, vuestro pecado permanece. Si vuestra ignorancia fuera simple —(como si Cristo dijera)— y no voluntaria, o si fuerais conscientes de vuestra ceguera, entonces vuestra enfermedad no sería tan incurable. Pero ahora decís que veis, y no dudáis de estar en un estado de felicidad, y de ser el único pueblo de Dios, y sin embargo rechazáis con soberbia el camino de vuestro socorro y salvación, y no reconocéis que estáis bajo culpa e ira, como en realidad lo estáis. Las personas profanas, aunque su estado es malo y muy miserable, generalmente no son tan ciegas como para imaginar que su condición es buena, sino que actúan y hacen esas abominables obras de oscuridad contra la luz y dictamen de su propia conciencia: y aunque Satanás tiene poder sobre ellos, y sus pasiones predominan, suelen sentirse, en ciertos momentos, temerosos por su estado eterno (a menos que estén completamente entregados a una mente reprobada, teniendo la conciencia cauterizada); y lo que parece sostener su espíritu es la esperanza de un arrepentimiento futuro, pues les resulta penoso pensar en morir en la condición presente. Aun el falso profesante, mientras estuvo bajo el poder del espíritu inmundo, siendo abiertamente profano, podía temblar al verse encaminado de cabeza al infierno; pero ahora, por la ceguera de su mente, por falta de verdadera iluminación del Espíritu, cree ir en camino directo al cielo; su conciencia, siendo engañada (y su parte intelectual oscurecida), no lo reprende, sino que más bien le da testimonio favorable. Así también le sucedía a Pablo antes de su conversión; mientras permanecía como fariseo, su conciencia nunca lo acusó por los grandes males que cometía al perseguir la Iglesia de Dios; pues él mismo dijo que lo hacía por ignorancia e incredulidad. ¿Qué puede hacer peor el estado de una persona, que ser enemigo de Dios y de Jesucristo, y del poder de la piedad, y aun así creer que es santo y buen cristiano? Y su conciencia, estando cegada, lo absuelve de hipocresía por falta de luz salvadora, mientras persevera en la realización celosa de actos externos de deber y religión, por lo cual queda privado de aquella ayuda que algunos profanos reciben de las reprensiones y latigazos de sus propias conciencias, lo cual a menudo resulta en su conversión. Pero el profesante hipócrita, al no conocer la necesidad de un corazón cambiado, ni advertir la falta de aquellos principios sagrados de los que debería fluir todo lo que hace, sino que por el contrario es movido por principios falsos y actúa solo por la fuerza de su conciencia y afectos naturales, sin tener juicio claro para discernir su propio peligro, ni el estado en que aún se encuentra; su condición es deplorable, y ese espíritu inmundo es peor y más terrible que aquel en que estaba antes.

2. Su ceguera e ignorancia consisten en que no pueden discernir ni distinguir entre un corazón cambiado y una vida cambiada, o entre una reforma legal y una verdadera regeneración. Creen que, porque su estado parece mucho mejor que antes, en su propia opinión y también en la de otros, su condición es suficientemente buena. Se comparan consigo mismos, contemplando cuán grande es, o parece ser, la diferencia respecto de lo que fueron cuando eran blasfemos, borrachos, fornicarios, etc., y no pueden sino alabarse a sí mismos: una vez se veían como pecadores, y así se llamaban, y se avergonzaban de sus vidas pecaminosas y malvadas; pero ahora se consideran justos en su propia opinión, y por tanto creen que no necesitan más obra en ellos, habiendo alcanzado —según creen— ese estado de santidad, ese grado de piedad, ese cambio, esa conversión, que concluyen no necesitar buscar otra, y sin embargo están engañados y en la hiel de amargura. Y así parecen excluirse a sí mismos del llamado de Jesucristo, quien vino a buscar y salvar lo que se había perdido: no a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento. Que digan los hombres lo que quieran, ciertamente no hay Diablo como este Diablo. Si logra persuadir a un hombre de que está sano, y no enfermo en absoluto, y que no necesita médico; y que cuando el Evangelio se predica a pecadores, y se expone el peligro de la incredulidad, no le afecta ni le concierne, por considerarse ya una persona justa; ¿qué esperanza puede haber para tal persona? Lamentablemente, los ministros de Cristo no han recibido comisión para ofrecer a Cristo a nadie más que a los pecadores. Ahora bien, estos no son las personas a quienes se ofrece un Salvador precioso; no ven necesidad ni carencia de Él, y por eso son dejados de lado como aquellos que no necesitan arrepentimiento.

3. Su ceguera consiste en su ignorancia de la justicia de Dios, no sabiendo qué justicia es la que los hará aceptos y justificados ante Dios. Y así, como los pobres judíos, procuran establecer su propia justicia (Romanos 10:3), su justicia personal, una justicia casera; no ven necesidad de acudir a otro, de depender de otro, por aquello que suponen tener en sí mismos. Y esta ignorancia de la justicia de Dios proviene en parte de su ignorancia de la naturaleza de la ley y de la pura naturaleza de Dios, concluyendo que no hay necesidad de una justicia sin mancha ni perfecta en cuanto a la justificación, (ya sea que esté en nosotros, lo cual no puede ser, pues todos han pecado), o bien por imputación, como realizada en la persona del mediador; y por lo tanto creen (como Pablo una vez creyó) que es justificado aquel que no quebranta la letra de la ley, o que no es culpable de actos groseros de pecado.

Un Diablo Orgulloso

En segundo lugar, su peligro también se manifiesta en un diablo orgulloso que ahora ha entrado en ellos. El orgullo comúnmente acompaña a la ignorancia, y abunda en el corazón humano por naturaleza, y allí predominará hasta que el alma pase por un cambio efectivo. Pero no se manifiesta tan plenamente, ni en tal grado, como en una persona farisaica. No puede soportar pensar que es tan pobre como los pecadores profanos y notorios. ¿Qué, ir a la puerta de su vecino por cada bocado de pan que come y por cada sorbo de bebida? No, le parece indigno mendigar; piensa que eso es suficiente para los publicanos y pecadores. Y en verdad, ¿qué necesidad tiene de ir a que otro lo alimente y vista, si está lleno, ve que sus bienes han aumentado, y no tiene necesidad de nada? La fe vacía el alma, la hace pobre, antes de llenarla y enriquecerla. Pero este hombre no sabe lo que es la fe, ni conoce su vida. El orgullo brota de un amor propio desordenado: el amor propio y el autoengaño son los espejos en los que un hipócrita autoengañado se mira a diario, en los que aparece como lo que no es en realidad. El amor propio es un cristal multiplicador, sí, magnificador. Nunca han tenido una verdadera visión de sí mismos, nunca han visto su propia pobreza y la horrible corrupción de su naturaleza. Les sucede como al apóstol, antes de que el mandamiento viniera; están vivos y hermosos ante sus propios ojos. He aquí, tú te llamas judío, y te apoyas en la ley, y te glorías en Dios, y conoces su voluntad, y apruebas lo que es mejor (Rom 7:9, 2:17-18). Eres, por así decirlo, llamado santo, considerado por todos como una persona santa, un hombre religioso, alguien de grandes cualidades, conocimiento y habilidades, que supera a muchos. Te glorías en Dios, como si nadie lo conociera tan bien como tú. Pero ese era su orgullo, sus corazones se habían enaltecido por el conocimiento que tenían de la letra de la ley; aunque ni sus corazones ni sus vidas se conformaban a la espiritualidad de la misma, nunca vieron que el más mínimo pecado y las concupiscencias los exponían a la terrible ira de Dios y a la maldición de su santa ley. Se jactaban de haber escapado de la corrupción que hay en el mundo (Rom 2:22), es decir, de todos los pecados escandalosos y groseros, y por ello se envanecían con orgullo y vanagloria. Estas personas justas en sí mismas no quieren reconocer que están en un estado pecaminoso, debido a aquellas cualidades elogiables que poseen, según se les aparece en sus propios ojos; y no perciben cuán degenerados están, y cómo han perdido la imagen de Dios que tuvimos en la creación, y cómo ahora llevan la imagen del Diablo por la corrupción. No entienden la naturaleza y el alcance del pecado original, la depravación de sus facultades naturales, la debilidad e impotencia de sus propias fuerzas naturales, ni la pecaminosidad de los primeros movimientos de sus corazones; jactándose (como ha observado alguien) de su capacidad propia en medio de su absoluta debilidad, y de su afecto a Dios mientras están bajo una enemistad horrenda y dominante (Charnock). El orgullo comúnmente surge de la presunción de alguna cualidad excelente, ya sea belleza, habilidades, conocimiento o piedad fingida; y estos hombres, al no haber sido nunca convencidos de su deformidad natural, suciedad y corrupción por el pecado, esa contaminación del alma, la mancha universal de la naturaleza, donde no queda nada sino contaminación en lugar de la pureza original, están hinchados de orgullo espiritual y presunción. Los fariseos eran los más orgullosos de todos los pueblos, y los más ignorantes de las verdades del Evangelio; querían que su opinión fuera la regla para todo el pueblo, y que aquello que ellos estimaban como verdad, lo fuera realmente, y lo que ellos concebían como error, fuera error en efecto. El orgullo, siendo el pecado del Diablo, es aborrecible para Dios. El que se mira demasiado a sí mismo, mira muy poco a Dios. Si Dios oculta los misterios del reino de los cielos a alguien, es a los sabios y entendidos. El propósito de Dios en el glorioso diseño del camino de salvación por medio de Cristo es confundir y destruir el orgullo del hombre; y como la razón corrompida del hombre no puede comprender los sagrados misterios de la doctrina de la fe, desprecian e incrédulamente rechazan la revelación de ella.

Ninguna religión ni ordenanza de Dios es valorada por algunos hombres si no se ajusta a sus propios principios y nociones afectadas; de ahí que los griegos consideraran el Evangelio como locura (1 Cor 1), y los judíos estuvieran tan aferrados a su justicia legal, que para ellos Jesucristo era una piedra de tropiezo. El orgullo de su conocimiento y logros era la madre y nodriza de su incredulidad: ¿Acaso alguno de los fariseos ha creído en él? (Juan 7:48). Estos hombres pecan (como a menudo les he dicho a algunos de ustedes) contra el remedio, y se protegen contra el filo de aquella espada por la cual sus almas deberían ser heridas, y morir, si es que han de vivir realmente. Por tanto, ¿qué esperanza hay para ellos? Lamentablemente, los hombres hinchados con la opinión de su propio buen estado y condición sin Cristo, no son aptos para la fe. Este es uno de los baluartes que se exalta contra el conocimiento de Dios. ¡Cuán reacio es un hombre orgulloso a hacerse necio para llegar a ser sabio! o a someter su razón a la obediencia de la fe, para ser justificado por la justicia de otro. Y que nuestra propia justicia, que es tan placentera y aceptable a nuestros ojos y a los ojos de los hombres, sea como trapos de inmundicia, o algo aborrecible ante los ojos de Dios, es para este tipo de personas una paradoja extraña.

Lucifer, según algunos, es uno de los principales de los demonios, quien también es llamado el rey del orgullo. Si es así, ciertamente es uno de esos espíritus malignos que han entrado en esta persona. Ahora bien, ¿qué otra cosa sino un poder infinito puede expulsar a este diablo, este orgullo, y llevar esta alma a los pies de la cruz, y hacer que baje sus velas hinchadas ante Jesucristo, y se reconozca como nada en sí misma, y aborrezca y deteste su propia justicia, por la impureza y contaminación que se adhiere incluso al mejor deber que realiza o pueda realizar? Así, este espíritu inmundo levanta fuertes fortificaciones contra el camino de la salvación, el camino de la fe, o el ir a Jesucristo como pobres y perdidos pecadores. Estos enemigos, en los hipócritas y justos en sí mismos, se encuentran armados en las grietas de la naturaleza (como ha observado alguien) para rechazar todo asalto del Evangelio, y por tanto el estado postrero de estas personas es peor que el primero.

Confianza en Sí Mismo

En tercer lugar, la confianza en sí mismo puede ser otro espíritu maligno que ha entrado en estas personas, y que vuelve tan malo su estado. Es imposible persuadirlos de que su condición es mala y condenable. Se puede (como insinué antes) lograr rápidamente que una persona vil y depravada reconozca que su estado es peligroso, aunque no se aparte de su curso de maldad; sin embargo, no se justifica a sí mismo, sino que más bien accede prontamente: si uno trata con él en el momento oportuno con sabiduría y le dice que es una criatura miserable, él responde: Lo sé, lo soy; el Señor tenga misericordia de mí. Pero el hombre del que ha salido el diablo del libertinaje, a sus propios ojos se ha convertido en otra persona, un santo aparente, alguien que escucha sermones, ora y da limosnas, y sin embargo no ha sido renovado ni han cambiado sus malos hábitos. ¡Oh, no es cosa fácil lograr que siquiera dude o cuestione la bondad de su condición! Él bendice a Dios por la ayuda que ha recibido para cambiar su antiguo modo de vida: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ni como este publicano; era tan malo como cualquiera, pero me he vuelto religioso; ya no soy blasfemo, ni fornicario, ni borracho, ni extorsionador, etc. En este sentido, tienen al fariseo jactándose y alabando a Dios: esto hace que su estado sea lamentable con todas sus letras. ¿Qué hizo que las vírgenes insensatas fueran tan atrevidas como para salir al encuentro del esposo? ¿No fue esa confianza que tenían en que su condición era buena? El sabio, dice Salomón, teme y se aparta del mal; pero el necio se muestra insolente y confiado (Prov 14:16).

La confianza se opone al temor; de modo que este tipo de hombres están seguros e insensibles a su peligro hasta que es demasiado tarde. Como en el caso de las vírgenes insensatas, no vieron su estado temible hasta que se oyó el clamor de medianoche. Y por eso nuestro Salvador dijo a los escribas y fariseos que los publicanos y las rameras entraban en el Reino de los cielos antes que ellos (Mateo 21:32-33); lo cual confirma plenamente lo que decimos a partir de esta oscura Escritura, a saber, que las personas abiertamente profanas y los pecadores notorios no están en una condición tan peligrosa como un falso profesante o cristiano fingido, que ha pasado por un aparente cambio de vida y ha abandonado los actos groseros del pecado, aunque nunca haya sido verdaderamente transformado por la gracia regeneradora; y concluyo que esta confianza en sí mismo es uno de esos espíritus más malignos que ahora han entrado en él. He aquí, tú te llamas judío, y te apoyas en la Ley, y te glorías en Dios, etc., y estás convencido de que tú eres guía de los ciegos, luz de los que están en tinieblas, etc. (Rom 2:17-19). Así, estas personas orgullosamente, con gran confianza en sí mismas, se atribuyen toda sabiduría y conocimiento; y son como el perezoso del que habla Salomón, es decir, sabios en su propia opinión más que siete hombres que sepan responder con cordura (Prov 26:16). Tiemblen ustedes que no temen nada, que concluyen que toda sabiduría y conocimiento están con ustedes, y que no necesitan ser enseñados más de lo que ya saben. Algunos hombres, aunque abiertamente profanos, se glorían y jactan de su Iglesia y de su cristianismo, y no dudan de ser salvos en esa fe: pero si aquellos que llevan una vida moralmente buena y son celosos de las partes externas de la religión verdadera, por carecer de una obra salvadora de la gracia en sus corazones, están en un estado tan deplorable, ¡cuán vana es la soberbia y necedad de esa turba insensata y corrompida que tenemos entre nosotros!

Vanagloria

En cuarto lugar, la vanagloria ciertamente puede ser otro pecado del que esta persona se ha hecho culpable. El propósito de Dios en el Evangelio es mostrar cuán viles, impotentes y miserables son todos los hombres por naturaleza en sí mismos, y así enseñarnos que no tenemos nada de qué gloriarnos, sino que el que se gloría, se gloríe en el Señor (1 Cor 1). Pero estas personas se glorían en sus aparentes dones, talentos, aprendizaje, conocimiento y privilegios externos. Son como aquellos de la antigüedad que clamaban: el templo del Señor, o la Iglesia de Dios somos nosotros. Los pobres pecadores no tienen de qué gloriarse, sino de su vergüenza. El publicano clama: Señor, sé propicio a mí, pecador. Pero el falso y justo en sí mismo se gloría, como el hombre rico en sus riquezas, y el fuerte en su fuerza; así también él se gloría en su propia justicia, en sus logros espirituales y aparente santidad. Y sin duda, esta es otra fuerte cadena con la que el diablo ata a estas criaturas engañadas. La confianza en sí mismo, el orgullo y la vanagloria están estrechamente emparentados y proceden de aquella horrenda ignorancia que mencioné al principio. Todos son descendencia espuria de ese maldito origen. Pero, ¿por qué hemos de gloriarnos en el Señor o alegrarnos solamente en Cristo? Porque vosotros estáis en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención (1 Cor 1:30). Estáis en Él por la fe, por la regeneración, y su Espíritu habita en vosotros. Nuestra justicia es tan imperfecta y tan inmunda que se compara con un paño de menstruación. En vez de gloriarnos en ella, deberíamos avergonzarnos y aborrecernos a nosotros mismos, y como Pablo, considerarla como estiércol (Fil 3:8). Nuestras mejores acciones, obras y deberes que realizamos no pueden recomendarnos a Dios, ni procurarnos el menor bien de sus manos, ya que el pecado se adhiere a ellos, y solo una justicia perfecta y completa puede justificar y hacer aceptable el alma ante sus ojos.

Esta persona vanagloriosa apenas considera la horrible contaminación que todavía habita en su corazón, por la cual está condenado por la Ley de Dios, y así permanece hasta que tiene una unión real con Cristo y experimenta un cambio divino. Aunque haya escapado de ciertos males y corrupciones abominables de su vida, si sus hábitos viciosos y su naturaleza impura no han cambiado, y no ve la pureza de la Ley de Dios, de nada le sirve. Ay, la contempla como si solo prohibiera actos externos de pecado, pero nunca se le ha revelado su espiritualidad; porque si así fuera, no vería motivo para gloriarse en sí mismo, sino que, por el contrario, pronto sería convencido de su error y trágico engaño, y se vería a sí mismo como un hombre perdido, y clamaría por la naturaleza engañosa, los giros y vueltas de su corazón vil, pensamientos y afectos, y cuán lejos está de aquella santidad, pureza y rectitud descrita en el libro de Dios. Pablo quedó asombrado cuando por fin comprendió plenamente la Ley, cuando observó todas sus partes, no solo los pecados más groseros que prohíbe, sino la rectitud y santidad que exige: cuando vio que la Ley revelaba que la concupiscencia es pecado, y que el más mínimo deseo pecaminoso del corazón es una violación tan real de ella como el asesinato, el robo o el acto externo de adulterio, y que lo expone igualmente a la maldición de la Ley, y por tanto a la ira de Dios. Entonces dice: el pecado revivió, y yo morí (Rom 7:9); es decir, murió toda esperanza de vida y salvación por aquella justicia en la que antes se gloriaba y de la que se jactaba. Ese mismo apóstol luego reconoció que en él, esto es, en su carne, no habitaba cosa buena; y el Espíritu Santo dice: Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno (Rom 3:10). ¿Qué razón hay entonces para que este hombre se gloríe en sus talentos, conocimiento y supuesta justicia, si estas cosas por las que los hombres se valoran y estiman por encima de los demás, Dios declara que no hay nada bueno en ellas, nada excelente, sino que son aborrecibles y odiosas ante Él? Pero ¡cuán difícil es hacer que este justo en sí mismo crea esto o lo reciba como verdad! ¿Cómo?, dice él, ¿quieres hacerme pensar que sigo siendo un vil pecador, y que Dios no me acepta, siendo que hago tanto bien, que oro como lo hago, escucho sermones y he reformado tanto mi vida? Oh, este es un diablo peor que el anterior, y por ello está en un estado peor que al principio. Antes se le podía hacer confesar fácilmente que su estado era malo. Cuando era abiertamente profano, sus pecados groseros y escandalosos le parecían abominables, como en verdad lo son ante los ojos de toda persona sobria y civilizada. La maldad evidente le parecía como trapos inmundos, o como un paño de menstruación. Pero decirle que su justicia es igualmente abominable, inmunda y odiosa ante Dios, eso no lo puede creer, sino que concluye que es una gloriosa cobertura, una rica vestidura, un precioso adorno, y así se enorgullece de ella, y se jacta de ella, pretendiendo tal santidad que, como aquellos de antaño, está listo en su corazón para decir a los demás: Apartaos, no os acerquéis a mí, porque soy más santo que vosotros (Isa 65:5). Así también los fariseos de antaño se apartaban de toda clase de personas, no debían ni ser tocados por nadie; pues así parece por aquel pasaje en que la mujer tocó el borde del manto de Cristo (Mat 9:20), y ellos se asombraron de que nuestro Salvador se dejara tocar por ella, siendo ella una pecadora. No podían soportar tener alguna contaminación legal sobre ellos, no comían hasta haberse lavado las manos, y a menudo lavaban todo su cuerpo, especialmente después de haber estado en un banquete, por temor a haber adquirido alguna impureza; y así también al regresar del mercado, no fuera que hubieran tocado a algún gentil o a una persona impura según la ley. Y en esta justicia se gloriaban, confiaban en ella, y buscaban por medio de ella la justificación y aceptación ante Dios, lo cual hacía su estado peor que antes. Y lo que parece alimentar y aumentar este orgullo, confianza en sí mismo y vanagloria en algunos de estos ciegos y autoengañados es esa extraña idea que tienen de su propio poder y habilidad para hacer y cumplir aquello que Dios requiere para su aceptación ante Él, junto con sus falsas nociones de la misericordia de Dios en perdonarlos allí donde fallan. En este aspecto precisamente erraron los judíos hasta su eterna ruina. Creían tener poder y ser capaces de guardar la Ley a tal grado que fueran aceptados como justos ante Dios por medio de ella. Y aunque no se jactaran de estar sin pecado, como algunos en tiempos recientes entre nosotros lo han hecho, no dudaban de que, allí donde fallaban o eran culpables, Dios, como puro acto de su misericordia, los perdonaría, sin ver la necesidad de Cristo y de su justicia. Esta noción tiende directamente a invalidar la doctrina de la fe y el pacto de gracia, y por tanto todo el propósito de Dios al enviar a Jesucristo al mundo; pues si la salvación pudiera obtenerse de este modo, entonces Cristo murió en vano. Y mientras insinúo estas cosas, no puedo dejar de lamentar otro tipo de personas, que aunque no tan groseramente ciegas y equivocadas como algunas otras, sin duda también yerran gravemente y naufragan en una roca casi igual de peligrosa, al pensar que todos los hombres están en una condición tal que pueden salvarse si quieren, es decir, mediante el aprovechamiento de los medios de luz y conocimiento que tienen por su propio poder y habilidades inherentes, sin la operación especial del Espíritu, sin considerar la lamentable depravación de la naturaleza humana por el pecado original y actual, estando muertos en pecados, y necesitando ser vivificados por Jesucristo, o tener un principio de vida divina infundido en ellos (Ef 2:1-2), si es que han de vivir espiritualmente, tanto como Lázaro necesitaba ser vivificado y resucitado después de haber estado cuatro días en la tumba. Es más, es evidente que Dios obra en nosotros, quienes hemos sido vivificados espiritualmente y traídos a la fe, del mismo modo que obró en Cristo cuando lo resucitó de los muertos (Ef 1:18-20). Una de las razones de este error en estos hombres puede surgir de considerar el poder que los hombres en general tienen, con la ayuda de la conciencia natural y los medios externos de gracia, para abandonar actos groseros de pecado, reformar sus vidas, y aferrarse a Dios en todos los actos de obediencia en las ordenanzas externas del Evangelio, lo cual me temo es toda la conversión que algunos profesantes han alcanzado, y también, en realidad, el máximo a lo que el hombre puede llegar por el poder de su propia voluntad. Afirmar que el hombre, por sus propias capacidades naturales e internas (influenciado por la gracia común), tiene poder para renovarse a sí mismo, cambiar su propio corazón o formar a Jesucristo en su alma, es en efecto atribuirle omnipotencia, y hacer de él un dios, ni más ni menos que un poder creador. Pues la imagen de Dios, que se forma en todos los verdaderos regenerados, se llama nueva criatura (2 Cor 5:17); y es una criatura gloriosa como nunca formó el Todopoderoso, siendo la cima de toda su obra creadora. Además, esto abre inevitablemente la puerta para que los hombres se jacten y se gloríen en sí mismos, porque hace del hombre un competidor, un copartícipe y un colaborador con Dios en la redención; pues la obra de redención no consiste solamente en un precio pagado, o en una expiación hecha por Jesucristo (por la cual aplacó la ira divina y satisfizo la justicia ofendida de Dios), sino también en poder y bendita conquista: la una fue hecha fuera de nosotros en la persona de Cristo, la otra es hecha en nosotros por el Espíritu de Cristo, mediante la cual son quitados aquellos hábitos viciosos y malignos que hay en nosotros por naturaleza, y el poder de Satanás es destruido, o ese hombre fuerte armado es vencido, y el alma libertada. Para esto se manifestó el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo (1 Juan 3:8). Nadie puede decir que ha sido redimido por Cristo hasta que no haya sido redimido de sus pecados, o liberado de aquella enemistad que por naturaleza hay en su corazón contra Dios, o que la imagen sagrada de Dios haya sido restaurada en él, no hasta que haya sido vivificado o resucitado de entre los muertos (Rom 8:7). Por eso San Pedro, al hablar de la redención, dice: No fuimos redimidos con cosas corruptibles, como oro o plata, de vuestra vana manera de vivir, etc., sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación (1 Pe 1:17-18). La redención es de una vana manera de vivir, no solo de la ira, sino también del pecado, que es la causa de esa ira. Y todos los hombres saben que esto no es universal, pues solo unos pocos son así verdaderamente redimidos; y bien pueden ver que esto es tan absolutamente obra de Cristo, en tanto Él es nuestro Redentor, a saber: obrar esto en nosotros, redimirnos, así como fue su obra morir por nosotros. ¡Cuán bueno es, por tanto, considerar el peligro que surge de principios equivocados y poco sólidos, si no queremos ser hallados culpables de este pecado de vanagloria! La verdad es que algunos hombres piadosos están tan extraviados que hacen del nuevo pacto un mero pacto condicional, y si después de todo lo que ha hecho Cristo, su interés en él y la vida eterna dependen totalmente de los principios débiles y vacilantes de la criatura depravada, y de su voluntad terca y rebelde, que tiene derecho a veto. Y si la criatura no obra, ni cumple las condiciones requeridas, toda la obra de redención puede perderse, y ni un alma ser redimida. Y si así fuera, habría más razón para creer que Cristo habría perdido toda su labor e infinita bondad, que lo contrario. Ya que el hombre está por naturaleza tan depravado y opuesto a lo verdaderamente bueno, teniendo tanta enemistad en su corazón contra Dios, y estando totalmente bajo el poder y dominio del diablo, esto también haría que el nuevo pacto no fuera mejor, ni siquiera tan bueno como el primero; pues entonces el hombre era una criatura perfecta, que no tenía aún tal poder cautivador del pecado ni de Satanás en él, sino que tenía poder de voluntad para mantenerse firme, si lo hubiese ejercido, y resistir al tentador desde fuera. Una cosa más observaré antes de concluir este punto. Es fácil percibir, a partir de lo dicho, de qué gracia puede caer el hombre, me refiero a caer finalmente y totalmente, es decir, todo lo que los hombres pueden hacer o actuar mediante las operaciones comunes del Espíritu, o por el poder de la conciencia natural, bajo la predicación externa de la Palabra, o por medio de la vara o las aflicciones, con cuya ayuda, sin duda, puede volverse otra persona, un gran profesante, orar, oír la Palabra, tener una especie de fe —es decir, de asentimiento—, ser bautizado y así convertirse en miembro de una iglesia, incluso en predicador, y ser ante los ojos de los hombres de vida y conducta irreprochable, y aun así no haber cambiado el corazón, ni haber sido regenerado por las operaciones efectivas y especiales del Espíritu de Cristo, ni tener unión con Cristo. De esta gracia, o de tal vida reformada y profesión de religión, una persona puede caer, y de hecho no levantarse más. Y tales concluyo que eran los profesantes del terreno pedregoso y espinoso (Mat 13). Además, es igualmente evidente que la buena tierra, es decir, la persona de corazón honesto, produjo fruto para vida eterna, y no cayó finalmente ni totalmente de la gracia de Dios.

**Pregunta:** Si alguien pregunta, ¿cómo es que se dice que parte de la tierra es buena?

**Respuesta:** Naturalmente, todos los corazones de los hombres y mujeres son malos, la corrupción fue universal. Pero estos corazones de los que se dice que son buena tierra, fueron preparados para la Palabra; por este medio, mediante el Espíritu, llegaron a ser regenerados, sus corazones fueron arados o quebrantados por la Palabra y el Espíritu mediante condenas eficaces. Arad para vosotros campo nuevo —dice el Señor por medio del profeta— y no sembréis entre espinos (Jer 4:3). No es que el hombre sea capaz de hacer esto, más de lo que es capaz de hacerse un corazón nuevo, lo cual también se le exige (Ez 18:11). Pero lo primero es obra del Espíritu por medio de condenas; lo segundo, obra del Espíritu en la regeneración. Mientras el corazón no sea traspasado por el Espíritu Santo, y quebrantado y ablandado, lo cual por naturaleza es duro, la Palabra no puede echar raíz salvadora ni eficaz allí; es como una roca, o tan pedregoso o espinoso, que ningún fruto de la Palabra permanecerá para vida eterna. Por lo tanto, concluyo que las condenas eficaces son una preparación para la regeneración. El Espíritu es Espíritu de fuego antes de ser Espíritu de consolación. Primero ara el campo no labrado; y luego, cuando se siembra la semilla, esta echa raíz y da fruto para salvación.

**Formalismo**

Quinto. Además, el formalismo, como puede verse claramente, es otro mal que acompaña a este tipo de personas, o es otro espíritu maligno que posee sus almas. ¿Cuánta agitación causaban los fariseos en torno a ceremonias? ¡Cuán celosos eran, como algunos hoy en día, de rituales externos y tradiciones de su propia invención, o que son meramente humanas; como si la parte principal de la religión y el culto sagrado a Dios consistiera en formas externas, ritos y ceremonias! Y están persuadidos —dice el apóstol— de que tú mismo eres guía de ciegos, luz de los que están en tinieblas, instructor de los necios, maestro de niños, que tienes la forma del conocimiento y de la verdad en la ley (Rom 2:19-20). Un esquema o sistema de nociones, un modelo o método resumido compuesto artificialmente, como los tutores y profesores de artes y ciencias repasan una y otra vez con sus alumnos y oyentes. Estos hombres son comúnmente los principales enemigos del poder de la religión y la piedad, y como sus hermanos de antaño, grandes perseguidores de los hijos fieles y sinceros de Dios, mientras enaltecen sus formas externas, sin considerar lo que nuestro Salvador dice: que Dios es espíritu (Jn 4), y busca adoradores espirituales, no formales, no con modos externos o carnales, gestos corporales, lugares consagrados acompañados de ceremonias fastuosas, repitiendo unas pocas oraciones, con muchas repeticiones vanas, sin considerar si su forma de adoración tiene o no institución divina, ni si realizan su devoción en el Espíritu de Jesucristo, brotando de una naturaleza rectificada y de principios sagrados en la vida y poder que acompañan a todo verdadero adorador cristiano santificado. Otros del mismo tipo pueden estar en lo correcto respecto a la materia del culto, aparentando odio a la idolatría y toda superstición, y sin embargo descansan enteramente en la parte externa de la religión y la piedad, cuyo estado puede ser tan peligroso como el de los anteriormente mencionados; aunque en esto parezcan superarlos, es decir, aquellos yeran tanto en la materia del culto divino como en la manera de ofrecerlo, siendo celosos de las tradiciones y mandamientos de hombres. Así como son formales en su adoración, su forma no es aquella doctrina entregada una vez a los santos. No es la verdadera forma de piedad, sino una apariencia de piedad, no la forma (2 Tim 3:5). Es como una máscara, un disfraz, una apariencia, una forma accidental (como se ha observado sobre ese pasaje). Es una forma inventada o humana, incluso puede ser una forma anticristiana; considerándose a sí mismos cristianos, y los únicos adoradores de Cristo, proclamándose como la Iglesia, la Iglesia, y sin embargo bajo ese disfraz y fingida piedad son muy viciosos, vacíos y vanos. Y aunque no niegan con palabras el poder de la piedad, lo niegan con sus hechos, profesando pero siendo extraños a esa vida, paz, amor, fe y negación de sí mismos que acompaña a todos los verdaderos cristianos. Pero el otro tipo, aunque formal, tiene una mejor forma; por eso se les puede llamar vírgenes, es decir, aquellos que no se han contaminado ni se contaminarán con mujeres; es decir, con iglesias falsas, con idolatría o supersticiones humanas. Estos defienden la forma del Evangelio, la doctrina del Evangelio, los preceptos y ordenanzas del Evangelio. No están a favor de una forma de oración ni de ninguna otra forma de adoración, salvo la que Cristo mismo instituyó, tal como está contenida en el Nuevo Testamento. Estos pueden ser miembros de una verdadera Iglesia, y adorar con esa Iglesia, y ser tan celosos por las partes externas y las ordenanzas como cualquiera; como aquellos de quienes se habla en Isaías (Is 1:11-13), sacrificios y holocaustos, oración, incienso, lunas nuevas, sábados, convocación de asambleas, con fiestas solemnes, que eran instituciones de Dios. Pero al descansar en ellas, teniendo corazones y vidas no santificados, Dios los aborrecía, y detestaba sus servicios, por no ser realizados en fe, amor sincero y resolución honesta: lo que hacían era como si ofrecieran un cadáver en lugar de un sacrificio vivo; el que mata un buey, es como si matara a un hombre; el que sacrifica un cordero, como si degollara un perro; el que presenta una ofrenda, como si ofreciera sangre de cerdo; el que quema incienso, como si bendijera a un ídolo (Is 66:3).

Aquellos que muestran gran celo por el culto visible a Dios y por todas sus ordenanzas, si solo son formales en su desempeño, son aborrecidos por el Señor. Una lámpara sin aceite, un nombre sin naturaleza, una forma de piedad sin el poder, no le servirá a ninguna persona. ¡Oh, cuántos profesantes se engañan a sí mismos! Señores, todo es y será en vano si no está en ustedes la raíz del asunto, si no hay sinceridad, si no hay verdadera gracia; el adorno del culto externo, los servicios formales, o el manto de una profesión visible no los cubrirán del ojo omnisciente de Dios. Él ve a través de todo este engaño, y contempla su orgullo interno, vanagloria y horrenda contaminación de sus corazones y vidas. Es lo mismo pertenecer a una religión falsa que profesar la verdadera sin ser cristianos sinceros. Estos tienen tales espíritus inmundos en ellos que su estado es peor que antes de hacer profesión alguna. Estos demonios son más fuertes que los primeros, poseen más astucia, malicia y sutileza para engañar y cegar los ojos, y así destruir el alma, que aquellos que gobiernan en los abiertamente profanos; porque estos son comúnmente hombres de gran luz y entendimiento, pueden hablar bien de religión y de algunos de los misterios profundos de Dios, o del Evangelio. Pueden explicar la insuficiencia o incapacidad del hombre para guardar la Ley, y lo imposible que es ser justificado ante Dios por ella, así como la absoluta necesidad de la fe y la regeneración. Estos no solo son contrarios a todas las innovaciones humanas y tradiciones de hombres, y así defienden las santas instituciones de Dios en cuanto al culto visible (como les dije antes), sino que también parecen estar muy iluminados en cuanto a la obra interna de la gracia de Dios en el alma, etc., pero nunca se someten a esas operaciones salvadoras del Espíritu, sino que descansan en el conocimiento especulativo de esos misterios, y son personas meramente vacías y formales, y extrañas a esa vida divina y cambio sagrado del que hablan, y sin embargo posiblemente no estén del todo convencidos del engaño y la ilusión bajo los cuales están, sino que esperan que todo está bien con ellos; pero como no han sido renovados salvíficamente, sino solo reformados, no teniendo a Jesucristo morando en sus corazones, ni el poder del Espíritu Santo para capacitar e influir en sus almas en el cumplimiento de sus deberes y en la mortificación de sus pecados y corrupciones, son frecuentemente vencidos por Satanás, y horribles males prevalecen y dominan en ellos, por lo cual traen gran oprobio sobre la religión y todos los que la profesan. Por eso el apóstol llama a este tipo enemigos de la cruz de Cristo (Fil 3:18), y esto agrava aún más su pecado y miseria, porque mientras eran abiertamente profanos y no pretendían religión ni piedad, no podían dañar el nombre de Dios, ni exponer al Evangelio ni a sus profesantes al escarnio y desprecio como ahora lo hacen.

Los pecadores abiertamente malvados, aunque enemigos notorios y viles de Dios, el daño que hacen es principalmente a sus propias almas; pero estos, por su andar carnal, mundano \[orgulloso], laxo y formal, impiden la propagación del Evangelio y la conversión de las almas de los hombres, además de debilitar las manos y afligir los corazones de los verdaderamente piadosos. Asimismo, con frecuencia contaminan y mancillan la Iglesia de Jesucristo y le traen gran aflicción. De ahí que en muchas congregaciones que mantienen una disciplina estricta y regular haya tanto trabajo eclesiástico, lo cual hace que la comunión de los santos sea más incómoda para ellos: pues aunque no se puede negar que personas sinceras puedan caer en pecado y tentación, y que todos los problemas de las iglesias y el oprobio que cae sobre la religión no provienen exclusivamente de estos cristianos falsos o profesantes formales, sin embargo, sin duda, la mayor parte sí. Se dice que los tropiezos vendrán, pero ¡ay de aquel por quien el tropiezo venga! Por todas estas razones, su estado parece en muchos aspectos peor que antes.

**Legalismo**

Sexto. El espíritu maligno, o pecado abominable que también posee el alma de algunos de estos hombres, es el legalismo. Y aunque esto se hace evidente por lo que ya he dicho, hablaré un poco más plenamente y con mayor claridad al respecto. Todo lo que estas personas hacen y practican es con un espíritu legalista; y para mostrarte brevemente lo que quiero decir con legalismo, es esto: actúan y obran para obtener vida, se consideran a sí mismos bajo un pacto condicional; y mientras vivan conforme a esa ley o regla que juzgan están obligados a observar y guardar para ser justificados, tienen paz, convirtiendo el Evangelio y el pacto de gracia (por sus falsas interpretaciones) en nada mejor que una administración legal o un pacto condicional, como ya se insinuó respecto a otro tipo de personas. Pues así como los judíos de antaño actuaban con un espíritu legalista y buscaban ser justificados por las obras de la ley, del mismo modo estos realizan todos sus servicios y deberes en ese mismo espíritu; es decir, no desde la vida o un principio divino de fe salvadora, sino para obtener vida. Guardar los mandamientos de Dios y vivir religiosamente es absolutamente necesario. Pero esto debe hacerse desde una naturaleza renovada, y debe fluir de la fe, siendo este su efecto o fruto propio. Pero esforzarse por vivir una vida sobria y santa, obedecer los preceptos de Dios y descansar en ello, esperando ser aceptados por Dios y justificados por ello, es lo que muchos de este tipo de personas hacen, y eso es actuar con un espíritu legalista. Posiblemente alguien diga: sé que no puedo guardar perfectamente la Ley, pero haré (con la ayuda de Dios) lo que pueda; y donde por debilidad transgreda, el Señor es misericordioso, y confío en que me perdonará. Pero debo recordar lo que Dios dice, a saber: que de ningún modo tendrá por inocente al culpable. Además, lo que dice la Ley, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios (Rom 3:19). Es evidente que, así como Dios no perdona al impenitente, tampoco perdona al penitente, a menos que crean en Jesucristo. Dios no perdona a nadie por causa o mérito del arrepentimiento. El penitente, al igual que el impenitente, es culpable; todos han quebrantado la Ley, todos están bajo pecado y bajo ira. El arrepentimiento no basta, una vida santa no basta, orar y escuchar sermones no basta. Por las obras de la Ley (y por cualquier cosa que podamos hacer) ningún ser humano será justificado (Rom 3:20). Si los hombres no creen en Cristo, sean quienes sean, profesantes o profanos, morirán en sus pecados (Jn 8:24). Dios no perdona a ningún pecador como un simple acto de misericordia, sin tener en cuenta la satisfacción que Cristo hizo a su justicia ofendida mediante su muerte. Y por eso el apóstol dice: todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús; a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados (Rom 3:24-25). Por lo tanto, Dios no acepta nuestra obediencia al guardar los preceptos, ya sean del Antiguo o del Nuevo Testamento, ni perdona nuestras transgresiones como un mero acto de su misericordia; pues si por este medio se pudiera alcanzar la justicia y la justificación, es evidente que Cristo murió en vano, como ya dije; porque si Dios pudiera haber hecho esto sin que Cristo viniera a derramar su preciosa sangre, ¿no lo habría hecho?

Recuerdo que hace algunos años supe de un hombre que, estando en su lecho de muerte, cuando una persona piadosa le instó a buscar a Cristo, respondió, en esencia: él había vivido una vida piadosa todo el tiempo, y ¿por qué —dijo— le hablaban de Cristo? Pensaba (es evidente) que solo los profanos necesitaban de Cristo; y temo que muchos piensan como él, aunque no lo expresen de esa forma con sus palabras.

**Objeción.** Pero posiblemente algunos digan: no creemos que nuestra justicia nos justifique de otro modo que a través de los méritos de Cristo.

**Respuesta.** A lo que respondo: no es por nuestra justicia personal, ni siquiera unida o combinada con los méritos de Cristo, que somos justificados, sino por la justicia personal de Cristo solamente, y los méritos de su sangre recibidos por la fe. Es por este medio, y solo por este medio, que debemos ser salvos si es que alguna vez llegamos al cielo. Otro fundamento nadie puede poner (1 Cor 3:11). El que no creyere será condenado (Mc 16:16). Sea quien sea, justo o malvado, es un gran error pensar que los méritos de Cristo hacen meritorias nuestras obras o servicios: aunque seamos aceptados por medio de ellos cuando fluyen de la fe, no lo somos como si fueran la fuente o causa que nos justifica.

Para cerrar este punto, añadiré algo más que muestra el peligro en que estas personas se encuentran. Este error es capital. Es errar en un fundamento principal de la religión, y por tanto es herejía, un principio condenable. Y por eso el apóstol lo llama un trastorno del alma de quienes lo reciben (Hch 15:24). También fue por esto que Dios entregó a los judíos a una ceguera judicial, es decir, porque procuraron establecer su propia justicia y no se sometieron a la justicia de Dios (Rom 10:3). Según está escrito: Dios les dio espíritu de estupor, ojos que no vean y oídos que no oigan (Rom 11:8). Eso, necesariamente, debe ser un mal peligroso, que provoque que el Dios Santo abandone y entregue a alguien a la ceguera mental y a la impenitencia final; pues tales personas, necesariamente, perecerán.

Por tanto, como conclusión, sigue que el estado de estas personas es peor que cuando no profesaban religión alguna, sino que eran abiertamente malvados y profanos. Estos espíritus inmundos son peores que los primeros. Y de aquí, todos deben tener cuidado de no mezclar la Ley con el Evangelio en el asunto de la justificación. Si es por gracia, ya no es por obras; de otro modo, la gracia ya no es gracia. Y si es por obras, ya no es por gracia; de otro modo, la obra ya no es obra (Rom 11:6). No se puede mezclar los méritos de las buenas obras con la gracia gratuita de Dios, porque uno de estos excluye y destruye la naturaleza del otro. Si la elección y la justificación fueran en parte por gracia y en parte por obras (o por obras previstas), entonces la gracia ya no sería gracia, y las obras no serían obras. Porque lo que procede de la gracia (como se ha observado), eso viene gratuitamente, y no por deuda; pero lo que proviene de méritos u obras, eso viene por deuda. Pero deuda y gracia gratuita, o lo que es libre y absolutamente por gracia, y lo que es por merecimiento, son cosas completamente opuestas. Por tanto, decir que los hombres son llamados y justificados, en parte por gracia y en parte por obras (o por cualquier cosa hecha por la criatura), es juntar cosas que no pueden concordar, porque es hacer que el mérito no sea mérito, que la deuda no sea deuda, que las obras no sean obras, que la gracia no sea gracia, y así afirmar y negar una misma cosa. Por eso, cuán absurdo es que los hombres mezclen la Ley y el Evangelio en este sentido, o que hagan de la acción u obra de la criatura una causa que procure aceptación y justificación ante Dios; ya que esto destruye por completo la naturaleza de la gracia, y por consiguiente, el glorioso diseño del propósito eterno de Dios en Jesucristo, y ese bendito pacto suyo confirmado por su mediador. Donde la criatura es completamente humillada, y solo la gracia gratuita de Dios es exaltada, el hombre no es un colaborador ni un copartícipe con Dios. Por tanto, todos los principios que tienden naturalmente a eso, deben ser aborrecidos por todos los buenos cristianos.

**Objeción.** Pero se objeta que se dice que somos justificados por la fe, y también que el arrepentimiento es requerido como condición para la salvación, etc.

**Respuesta 1.** Algunos colocan la fe en lugar de la obediencia perfecta a la Ley; y esa fe de la que hablan, afirman que es acto exclusivo de la criatura. Pero esto ciertamente es un gran error, porque haría que nuestra justificación fuese aún por obras, y destruiría así la naturaleza de la gracia gratuita de Dios; porque aquello que es acto de la criatura, es lo mismo que obra de la criatura. No es más que cambiar una obra externa de la vida por una obra interna del corazón. Porque, como bien observa el Sr. Cary:

Solo la justicia perfecta y la obediencia de Cristo es lo que se pone en lugar de la nuestra para justificarnos y salvarnos, y sus sufrimientos quitan la maldición que nuestra desobediencia trajo sobre nosotros.

La fe, por tanto, es solo la causa instrumental de nuestra justificación. Es únicamente el instrumento o medio por el cual recibimos y aplicamos la justicia de Cristo. Si la fe justificara como condición del nuevo pacto (como se requerían obras bajo el antiguo); y si ese acto u obra fuera exigido de nuestra parte como requisito previo al beneficio de la promesa, entonces nuestra acción u obra sería la causa formal de nuestra justificación, y haría que los términos del nuevo pacto fueran de la misma naturaleza que los del antiguo. La fe no es nuestra justicia en sí misma, como obra, sino en relación a Cristo, el objeto de ella, o como un acto de recibir y aplicar su justicia y méritos; como el comer alimenta, aunque es la comida la que lo hace en este sentido. Al que no obra, pero cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia (Rom 4:5). Y ahora, en cuanto a que el apóstol Santiago habla de que las obras justifican, y no la fe solamente (Stg 2:24), es fácil de comprender y reconciliar con el gran apóstol de los gentiles. Pablo habla de la causa de nuestra justificación ante Dios, y Santiago de las señales de nuestra justificación ante los hombres; o muestra cómo nuestras buenas obras justifican nuestra fe:

Uno habla de la imputación de justicia, el otro de la declaración de nuestra justicia; uno habla del oficio de la fe, el otro de la calidad de la fe; uno habla de la justificación de la persona, el otro de la fe de esa persona; uno habla de Abraham para ser justificado, el otro de Abraham ya justificado. Además...

**Respuesta 2.** La fe por la cual se dice que somos justificados es tanto un don gratuito de la gracia de Dios para nosotros como lo es Cristo, dado por gracia a nuestro favor; y por eso la fe es llamada el don de Dios (Ef 2:8-9), y también un fruto del Espíritu (Gá 5:22). Y así como es una gracia obrada en nosotros, también es una gracia prometida como parte de la adquisición de Cristo: A vosotros os es concedido —dice el apóstol— a causa de Cristo, no solo que creáis en él, sino también que padezcáis por él (Fil 1:29); es decir, se nos da gratuitamente por la sola gracia de Dios, aunque por causa de los méritos y mediación de Cristo. El creer en Cristo no estaba en su propio poder; nadie puede venir a mí —es decir, creer en mí— si no le fuere dado del Padre; y todo lo que el Padre me da, vendrá a mí (Jn 6:65), es decir, creerá en mí. Y de nuevo: Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo trajere (Jn 6:44). Que el “traer” mencionado aquí no implica coacción ni fuerza sobre la voluntad, es indudable; la voluntad actúa libremente según la naturaleza de esa facultad, pero es movida e influenciada por el Espíritu, conforme al texto en los Salmos: Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder (Sal 110:3). Pero negar que esto implique solo una atracción racional, mediante argumentos usados en el ministerio de la Palabra, es lo que afirmamos; aunque algunos así lo interpretan, y concluyen que tiene el mismo sentido que aquel “forzar” mencionado en (Lc 14:23), pues los ministros del Evangelio —como alguien ha observado— no tienen otro poder para forzar. Pero el acto de atraer aquí no se atribuye a los siervos, sino al amo, no al predicador, sino al Padre. Por tanto, sin duda se refiere a un poder divino ejercido sobre el alma del hombre, mediante el cual el Señor abre el corazón, como lo hizo con el de Lidia, de modo que llega a ser obediente al llamado de Dios y dispuesto a aceptar la oferta de Cristo. Y que esta debe ser la interpretación del texto, es razonable concluirlo al considerar la naturaleza del movimiento de venir a Cristo, que es el movimiento del alma hacia un objeto espiritual sublime; para lo cual ninguna alma tiene poder por sí misma, dada la oscuridad de la mente, la obstinación de la voluntad y la depravación de los afectos, a menos que sea influenciada y transformada por el Espíritu. Del mismo modo, nada hay que el hombre orgulloso resista más naturalmente que esto: no puede soportar pensar que es una criatura tan miserable, un pobre desgraciado mendigo, que no tiene ni un pedazo de pan para comer ni una prenda para cubrirse —en sentido espiritual— y que debe depender de su prójimo para todo. Pues así como ninguna alma es capaz, sin gracia sobrenatural, de percibir las cosas espirituales ni discernirlas, también hay en su mente enemistad contra Dios, porque no se sujeta a la Ley de Dios, ni tampoco puede (Rom 8:7).

De todo lo dicho, resulta evidente que la fe (como ya se insinuó) no es la condición de la justificación, aunque sí el medio señalado para recibir la justicia que justifica al pecador; así también, la fe es un don de Dios. Sin embargo, es insensato decir que el hombre no cree, sino que es el Espíritu quien cree por él, porque no puede creer por ningún poder natural inherente hasta que sea influido divinamente por el Espíritu Santo. Pues eso equivaldría a decir que Lázaro no vivía, o que no era suya la vida que tenía después de haber sido vivificado, porque le fue infundida por el poder y el Espíritu de Cristo. Por tanto, esta objeción y la anterior quedan refutadas, y la supuesta condición del nuevo pacto queda descartada, ya que la fe misma, siendo fruto de dicho pacto, no puede ser su condición.

**Objeción.** Pero —dice el objetor— si la fe y el arrepentimiento no son condiciones del pacto de gracia, entonces aquellos que Dios ha destinado para salvación serán salvos, crean o se arrepientan, o no.

**Respuesta.** A esto respondemos: que la fe y el arrepentimiento, etc., son promesas del nuevo pacto, así como la justificación y la vida eterna; y el que ha ordenado el fin, también ha ordenado los medios. Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón; y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y haré con ellos pacto eterno, que no me volveré atrás de hacerles bien, y pondré mi temor en sus corazones para que no se aparten de mí (Jer 32:40). El Dios que ha prometido hacernos felices, también ha prometido hacernos santos; ha prometido darnos gracia aquí, y cambiar nuestros corazones de piedra en corazones de carne, así como ha prometido darnos gloria en el porvenir.

Nuestra vocación en el tiempo no es sino el efecto del amor eterno de Dios antes del tiempo, porque con amor eterno nos ha amado; por tanto, nos ha atraído con lazos de amor (Jer 31:3). Somos llamados por la gracia libre de Dios conforme a su propósito, así como somos justificados y eternamente salvos (Rom 8:29). Somos predestinados para ser conformados a la imagen de su Hijo en santidad aquí en la tierra, así como lo seremos en el cielo. Si los hombres son dejados bajo el poder de sus pecados, o solo a los débiles esfuerzos de sus propias capacidades naturales en una vida meramente reformada, y nunca son llevados por la gracia libre de Dios a creer en Jesucristo, y así a tener unión real con él, es una señal evidente de que nunca serán salvos, pues no son de aquellos que el Padre ha dado a Cristo; porque —dice él— todo lo que el Padre me da, vendrá a mí (Jn 6:37); y en estos solamente son infundidos los hábitos divinos de la gracia salvadora. El apóstol afirma positivamente que Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor (Ef 1:4); no solo escogidos para la salvación como fin, sino para la santidad como medio: no porque seamos santos somos escogidos, sino para que lo seamos. Pero esto no debe apartar a nadie del uso de los medios. Y como demostración clara de esto, podría mencionarse aquel pasaje del viaje de Pablo a Roma, respecto a la seguridad que Dios le dio sobre las vidas de todos los que navegaban con él en la nave; el ángel de Dios se le apareció y le dijo: He aquí, Dios te ha concedido a todos los que navegan contigo. Por tanto, señores, tened buen ánimo, porque yo confío en Dios que será así como se me ha dicho (Hch 27:24-25). Esta promesa fue absoluta, sin embargo, vean lo que Pablo les dijo: Si éstos no permanecen en la nave, vosotros no podéis salvaros (Hch 27:31). El Dios que ha prometido salvarnos, no lo hace sin el uso de medios, aunque la eficacia y la veracidad de la promesa no dependen en absoluto de la virtud de los medios, sino que los medios son hechos eficaces por virtud de la promesa. Sin embargo, quien descuida los medios, bajo cualquier pretexto de una promesa gratuita, no hace más que tentar a Dios, pero no —como algunos observan— creer rectamente en Él.

**Incredulidad**

Séptimo. Entre los espíritus malignos que han entrado en este hombre —es decir, en este cristiano falso—, no debe omitirse ese espíritu horrendo y perverso de incredulidad; pues aunque este pecado de los pecados está presente en todas las personas no convertidas, reina y triunfa aún más en este tipo de personas que en otras. Los profanos se sostienen por una fe falsa, confiando, como ellos mismos dicen, en la muerte y méritos de Cristo, aunque en realidad no es más que una maldita presunción; porque no puede ser verdadera fe aquella que no transforma el corazón y la vida de la persona. Pero no creen por el amor a sus pecados, los cuales aún no están dispuestos a abandonar. En cambio, estos otros no creen en Cristo por el amor que tienen a su propia justicia aparente, a la cual, en términos de confianza, esperanza y dependencia, tampoco están dispuestos a renunciar. Estos hombres colocan la esperanza que los verdaderos cristianos ponen en Cristo sobre sus propias obras y justicia, y así, la incredulidad en ellos descarta completamente a Cristo, ya que no sienten necesidad de Él.

1. ¿Qué es la incredulidad, sino una negación —real o virtual— de la verdad del Evangelio, cuando los hombres no asienten a su doctrina mediante un acto del entendimiento?

2. Es un rechazo a aceptar de corazón a Cristo en los términos del Evangelio, lo cual es lo opuesto a la fe justificante, cuando no hay un movimiento de confianza hacia Cristo como centro (Charnock). Cuando Cristo, el único fundamento y piedra angular, es desechado, y no se cree en su necesidad ni en su valor. Este pecado carga sobre el alma toda la culpa de todos sus pecados antiguos y nuevos; es un pecado contra la suprema bondad de Dios, y arroja desprecio sobre ella; pues jamás Dios manifestó tanta bondad soberana hacia sus criaturas como en Jesucristo. Dios ha dicho que no hay vida ni salvación por otro medio, sino solo por el Señor Jesús (Hch 4:12). Pero estos hombres no asienten a esta verdad, no creen el testimonio que Dios ha dado respecto a la falta de justicia perfecta, la necesidad de regeneración, de humillación propia, etc. Más aún, parecen contradecir la voluntad de Dios, al intentar establecer su propia justicia y no someterse a la justicia de Dios (Rom 10:3). En resumen, es una negación de Cristo, y un menosprecio del precio de su sangre; y también una ofensa contra la sabiduría de Dios al haber establecido este camino para salvar a los pecadores. Es una desvalorización de la excelencia de la persona de Cristo, de su sangre y sus méritos. Así como la fe estima todas las cosas como basura en comparación con Cristo, la incredulidad considera a la persona, los oficios y la doctrina de Cristo como basura en comparación con la excelencia de la justicia propia, la sabiduría propia, la autosuficiencia, etc. (Fil 3:8-10). Estos hombres son los peores desatendiendo la gran salvación; no solo la descuidan, sino que la menosprecian y desprecian, pues en su pensamiento no hay necesidad alguna de buscar la salvación por este camino. Aquellos que pecan contra la Ley, huyen al Evangelio; pero estos pecan contra el remedio que el Evangelio ofrece y extiende. ¿A dónde han de huir, si no queda más sacrificio por el pecado? Si esto es despreciado, no hay otro camino ni medio ordenado para la salvación. Aquellos que rechazan el pacto de gracia y dependen del pacto de obras, ¿cuán miserable es su condición? Y qué esperanza puede ofrecer una Ley tantas veces transgredida a un delincuente, es —dice una persona respetable— fácil de imaginar. Millones han perecido por ella; nadie puede hallar seguridad en ella, como tampoco nadie ha sido ni podrá ser salvo por ella. Al principio estas personas transgredieron contra la regla, pero ahora transgreden contra la regla y contra el remedio también. Solo los incrédulos son despreciados por Dios; solo estos probarán su ira y venganza divina. Este es el pecado que condena, esta es la fortaleza más fuerte de Satanás; allí se refugia al final, y allí mantiene encadenado a su miserable cautivo. El que no cree, será condenado (Mc 16:16). ¿Y qué es la fe sino salir de uno mismo hacia Cristo en busca de vida y justicia, como pobre, desdichado y miserable pecador? Pero estos hombres no se ven a sí mismos en tal estado.

**Hipocresía**

La hipocresía terrenal, como se desprende de todo lo que se ha dicho, es otro de esos espíritus malignos que ha entrado en este hombre.

La hipocresía se opone a esa simplicidad interior del corazón, y todos los falsos profesantes son culpables de ella, aunque no todos actúan el papel de hipócritas con intención, es decir, no están convencidos de que lo son: algunos engañan sus propios corazones, estos son los más groseros; otros, son engañados por sus propios corazones, y estos son los más dignos de compasión. Sin duda, un hombre puede ser hipócrita y no saberlo. Puede caminar en una senda de deber, y hacer todas las cosas, según cree, exactamente conforme a la letra de la Palabra, y con rectitud según su juicio, y aun así no ser genuino; ciertamente así fue con las vírgenes necias.

Sin embargo, los hipócritas pueden ser discernidos; nuestro Salvador ha dado el carácter de ellos.

1. Comúnmente son los más celosos en las cosas menores de la religión, es decir, en pagar diezmos de la menta, el eneldo y el comino, pero descuidan los asuntos más importantes de la Ley: el juicio, la misericordia, la fe y el amor de Dios. Cuelan el mosquito y se tragan el camello (Mateo 23:23-24; Lucas 11:42). Hacen un alboroto por los ritos externos, la observancia de días y alimentos, pero son ajenos al poder de la religión y la piedad, y no experimentan ningún cambio divino en sus almas.

2. Así como dan mayor importancia a las cosas menores, también son comúnmente parciales en su pretendida obediencia. Imponen cargas pesadas sobre otros, pero ellos mismos no las tocan ni con un dedo (Mateo 23:4). Lo que predican y exigen a otros, ellos mismos no lo hacen. No obedecen a Cristo, ni lo siguen en las cosas más difíciles, ni obedecen por amor, ni de forma constante.

3. Suelen encontrar faltas en los demás, pueden ver la paja en el ojo ajeno, pero no ven la viga en el propio (Mateo 7:3). Así como es señal de hipocresía notoria e impudente censurar y juzgar a otros por los pecados que uno mismo comete, también lo es señalar faltas en otros y reprochárselas, siendo uno mismo culpable de peores. No siguen a Cristo en las cosas más difíciles de la religión, sino que escogen y seleccionan. Hacen algunas cosas que les agradan, y no solo descuidan otras, sino que también disputan con aquellos que se someten fielmente a Cristo en ellas. Y así como no son universales en su obediencia, tampoco obedecen por amor ni de manera constante como lo hacen los cristianos sinceros, como lo insinúa David.

4. Generalmente están muy seguros de la bondad de su propia condición, sin cuestionar su salvación; así eran los fariseos. Juzgaban que otros estaban en estado condenable, pero respecto a sí mismos no dudaban de que eran el pueblo escogido, y daban gracias a Dios de no ser como los demás hombres. En cambio, un verdadero cristiano está lleno de temor y dudas acerca de la veracidad de la gracia que ha recibido y la bondad de su condición.

5. Son vanagloriosos, hacen lo que hacen para ser vistos por los hombres. Como los fariseos, aman más la alabanza de los hombres que la alabanza de Dios (Juan 12:43). Sus corazones se sostienen por la buena opinión que otros tienen de ellos. Al igual que sus predecesores, aman los saludos en las plazas, los primeros asientos en los banquetes, y ser llamados por los hombres “Rabí” (Mateo 23:6-7). También son dados a la envidia, o se sienten molestos cuando oyen de otros que los superan; y quieren ser vistos como los principales en conocimiento, talentos y sabiduría.

6. Comúnmente son muy celosos para hacer prosélitos a sus propias nociones religiosas, aunque estas puedan ser falsas y corruptas. Pero si logran que una persona adopte sus principios y ordenanzas externas, entonces se glorían, aunque por ello la persona sea hecha dos veces (quizás siete veces) más hijo del infierno que antes (Mateo 23:15); el pobre engañado cree que este cambio de religión es una verdadera conversión, y ya no busca otra, sino que se habla paz a sí mismo, juzgando que todo está bien en su interior. No dudan que tienen suficiente religión cuando esto los hace aceptables ante los hombres, y son tenidos por santos entre los santos. Su mayor esfuerzo es mantener su nombre y reputación religiosa; de modo que si pueden pasar inadvertidos entre sus semejantes, o tener la aprobación de los hombres, y que nadie pueda acusarlos justamente de acciones inmorales, se dan por satisfechos. En cambio, el mayor cuidado de un verdadero hijo de Dios es andar y esforzarse de tal manera que sea aceptado por Dios y tenga su aprobación.

7. El yo suele estar en el fondo. En todo lo que hacen, no buscan la gloria de Dios, sino que tienen un diseño carnal, un beneficio personal o el aplauso propio, etc. Esto es lo que los mueve, anima y les da impulso en todo lo que realizan como servicio religioso; y si no logran su objetivo, sea cual fuere, pronto se cansan, su espíritu se enfría, y se vuelven contenciosos, buscan ofensas y perturban la paz de la iglesia a la que pertenecen.

8. Además, no son en casa lo que aparentan ser en público; no son en privado lo que parecen en público; tal vez rara vez oran, ya sea en familia o en privado; o si lo hacen, es con poco celo, poca entrega o afecto hacia Dios.

Hay diversas otras señales y características de los hipócritas y de estos falsos profesantes que debo dejar de lado, porque deseo decir una o dos palabras de aplicación.

Por último, el estado posterior de estos hombres es peor que el primero, porque Dios muchas veces los entrega a la ceguera judicial y a la dureza de sus propios corazones. Como está escrito: Dios les dio espíritu de estupor, ojos para no ver y oídos para no oír, hasta el día de hoy (Romanos 11:8). Así como Dios trató con los judíos incrédulos, o con el pueblo de esa generación, así, digo, muchas veces trata con otros hipócritas formales, etc., y por la misma causa. Sin duda fue por esos pecados espirituales —la incredulidad y la hipocresía— que los fariseos y otros del pueblo de Israel fueron rechazados y desechados. ¡Y cuánta ira recayó sobre ellos! Se dice que la ira de Dios vino sobre ellos hasta lo sumo.

Además, algunos de estos falsos y aparentes profesantes también recaen en los mismos pecados y horribles abominaciones de los que eran culpables antes de hacer profesión de religión; es más, llegan a ser más viles y notorios en su maldad que nunca. Se ha visto con frecuencia que este tipo de personas, que abandonan los caminos de Dios que parecían reconocer y profesar, terminan siendo más desvergonzados en el pecado que los hombres más impíos, convirtiéndose en cabecillas de prácticas lascivas, malditas y obras de tinieblas; de modo que el mismo espíritu inmundo regresa a algunos de ellos con la misma apariencia; aunque no veo fundamento para creer que esto les ocurra a todos; pues sin duda muchos de ellos conservan su aparente celo y profesión externa de religión y santidad exterior hasta la muerte. Es evidente que nuestro Salvador aplica esta condena terrible al pueblo de esa generación, es decir, los judíos, particularmente a los escribas y fariseos, véase el versículo 38. Sin embargo, es cierto que muchos de ellos nunca se volvieron abiertamente profanos, sino que murieron en su incredulidad mientras permanecían como orgullosos y celosos fariseos. Aun así, no veo razón para dudar que este demonio que regresa, y aquellos otros siete espíritus más perversos, se aplican tanto a ellos como a otros que se apartaron de su aparente piedad y profesión. Pero en algunos de ellos en particular ha sucedido según lo que dice San Pedro: Porque si después de haber escapado de las contaminaciones del mundo mediante el conocimiento de Jesucristo, vuelven a enredarse en ellas y son vencidos, el estado final de ese hombre es peor que el primero (2 P 2:20); es decir, tal conocimiento de Cristo que conlleva o produce una reforma exterior de la vida. Porque así como los elegidos no pueden ser engañados, tampoco pueden caer finalmente, teniendo la semilla permaneciendo en ellos, no pueden pecar hasta la muerte; se dice que tienen vida eterna habitando en ellos (1 Jn 3:15); Porque (dice Cristo) yo vivo, vosotros también viviréis (Jn 14:19). El que comenzó en ellos la buena obra la perfeccionará hasta el día de Cristo. Han pasado de muerte a vida y no vendrán a condena (Fil 1:6). Pero en cuanto a estos de corazón falso o hipócritas, les ocurre (es decir, a algunos de ellos) según el verdadero proverbio: El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno (2 P 2:22). El apóstol, al compararlos con perros y cerdos, muestra qué clase de personas eran: tales que nunca pasaron por un cambio efectivo del corazón, sino que, mientras hacían una gran o elevada profesión, eran como bestias impuras. Puede imponerse una restricción a una bestia malvada, o a una naturaleza sucia e impura; donde no hay cambio de naturaleza, una cosa es tener la vida lavada o limpiada, y otra que el corazón sea limpiado.

Además; algunos de esta clase que han recibido aquellas altas, aunque comunes, iluminaciones del Espíritu, hasta tal grado que se dice que fueron iluminados, y que gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, etc. (Heb 6:4), es decir, en los dones y gracias comunes del mismo; y sin embargo, después de todo, caen, es más, caen de tal manera que nunca más pueden ser renovados mediante arrepentimiento: por tanto, algunos de estos son los que cometen el pecado contra el Espíritu Santo, que nunca será perdonado. Las personas profanas sin duda no cometen este pecado, ni tampoco los verdaderos cristianos pueden cometerlo; no pueden pecar hasta la muerte. No, no; estos son aquellas almas miserables, aquellos apóstatas malditos, que están expuestos y en peligro de cometer el pecado imperdonable. Es más, es notable que el Señor Jesús, en los versículos antes de contar esta parábola, da a entender que esos mismos fariseos, etc., eran culpables de este pecado o estaban en peligro de ser acusados de él, véase el versículo 30. mostraron tal malicia contra nuestro bendito Salvador, que llegaron a acusarlo de tener un demonio, y de que expulsaba demonios por Beelzebú. Pero cuando los fariseos lo oyeron, dijeron: este no echa fuera los demonios sino por Beelzebú, príncipe de los demonios. Y a partir de ahí dijo: todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada a los hombres (Mt 12:24, 28). Y por eso les ordena hacer bueno el árbol, dando a entender que mientras el corazón esté malvado y bajo influencias diabólicas, los puede llevar a toda clase de palabras horribles y blasfemias. Y luego introduce esta expresión parabólica: Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, etc. No se trata simplemente de pronunciar palabras duras contra Cristo y el Espíritu Santo, sino de decirlas como lo hicieron los fariseos, por odio, con la intención de destruirlo y hacerlo odioso. Esto es peligroso. (1) Es pecar voluntariamente después de haber recibido mucho conocimiento. Es pecar conscientemente contra las operaciones del Espíritu Santo, despreciando o ultrajando a Cristo y al Espíritu Santo, contrariamente a las condenas racionales de sus propias conciencias. (2) También hay, sin duda, malicia contra Cristo y su Espíritu en los corazones de aquellos que son culpables de ello. Se dice que ultrajan al Espíritu de gracia (Heb 10:29). Abandonan las asambleas donde él manifiesta sus dones y gracias, lo rechazan, es decir, al Espíritu Santo con ellos, y tratan (como alguien ha dicho) sus dones y movimientos como si fuesen meras ilusiones o engaños de un espíritu maligno. Y esto lo hacen voluntariamente, por odio a Cristo, a su pueblo y a la religión. (3) También, sin duda, la apostasía es otro componente de ello en algunos; caen, etc., reniegan por completo de la religión que han profesado. (4) La impenitencia final también forma parte de ello; porque de los pecados de los que verdaderamente nos arrepentimos, seremos perdonados. Pero de estos se dice: Es imposible renovarlos otra vez para arrepentimiento (Heb 6:6), porque Dios se ha apartado de ellos y los ha dejado para siempre, de modo que ningún medio que se utilice puede hacerles bien. Así como Dios no los renovará, tampoco nadie más podrá hacerlo. Por tanto, pecan sin remordimiento de conciencia, después de haber naufragado en la fe, y aquella aparente buena conciencia que una vez tuvieron; porque Pablo da a entender que tenía buena conciencia antes de convertirse, o mientras era fariseo (Hch 23:1). Pero aquellos que son falsos de corazón, que no se apartan de su aparente santidad y profesión religiosa, y así no mueren en apostasía, si no llegan jamás a ser verdaderamente transformados ni a pasar por un cambio divino, todos igualmente perecen en hipocresía; de modo que, de cualquier manera, su estado, y el estado de todos ellos, es y será finalmente miserable.

Y de todo esto podemos observar:

Observación 1. Que el estado de las personas justas en sí mismas y farisaicas es mucho peor que el estado de los pecadores groseros y profanos.

Estos están enfermos, y no lo saben; heridos, pero no ven la necesidad de un médico; son pecadores, pero no ven su necesidad de Cristo. Pueden concluir que ya están convertidos y por lo tanto no buscan la conversión. Siempre consideramos lamentable el estado de aquel que, aunque herido de muerte, no siente dolor. De algunos pecadores se dice que han perdido toda sensibilidad; su enemigo está escondido dentro de ellos, creen que ya se ha ido, cuando no es así, pues de otra manera los tiene más firmemente aferrados que nunca.

**Observación 2.** Es una cosa difícil y ardua hacer que una persona farisaica, alguien que se considera a sí mismo un hombre religioso, vea su lamentable estado y condición.

**Observación 3.** Los hombres pueden estar civilizados, hacer una gran profesión de religión, y ser tenidos por santos en la tierra, sin serlo en la vista de Dios en el cielo.

**Observación 4.** Podemos inferir también de aquí que es sumamente peligroso hacer una profesión de religión sin que antes se haya producido una verdadera regeneración en el alma. Mejor no profesar en absoluto que no hacerlo con sinceridad.

**Observación 5.** La hipocresía es un pecado sumamente maldito y peligroso; estas personas son, por lo general, aquellas sobre quienes Satanás tiene el dominio más firme.

**Observación 6.** El estado de los cristianos sinceros es feliz. Aunque Satanás intenta entrar en ellos y destruirlos, no puede hacerlo; no puede permanecer en ellos. Puede hacerlos caer, pero no darles una caída final; aunque tropiecen, volverán a levantarse.

**Observación 7.** No puede decirse que Satanás haya sido completamente expulsado del corazón de aquel en quien no ha sido implantada la verdadera gracia de Dios, ni ha sido renovada su alma. Solo el Señor Jesucristo, que es más fuerte que Satanás, puede atar a este hombre fuerte armado y libertar el alma. Donde el corazón no ha sido cambiado, Satanás puede volver, de una u otra forma, a su antojo; los toma cautivos a su voluntad.

**Observación 8.** La moralidad, o todos los dones externos y las gracias comunes, aunque parezcan barrer la casa, la dejan vacía, y todo no es más que un espectáculo vano o un adorno superficial; toda reforma es inútil sin regeneración.

**Aplicación**

**Información 1.** Esto puede informarnos acerca de la causa y razón por la cual se trae tan gran reproche sobre la religión, sobre los caminos de Dios y sobre el pueblo de Dios, por parte de algunos que profesan el evangelio. ¡Ay! Muchos de los que son llamados santos, con justa razón podemos temer que no sean más que cristianos falsos, personas que nunca han experimentado una verdadera obra de gracia. Pueden tener cabezas ilustradas, pero corazones no santificados. Y de ahí viene que haya tantas personas orgullosas en muchas congregaciones, que con rostro de bronce desafían la presencia de los fieles ministros de Cristo; y aunque son reprendidos y amonestados por su orgullo maldito y vestiduras abominables, torres altivas y vergonzosas, odiosas a Dios y a los hombres piadosos, no se reforman, no quieren negarse a sí mismos sus lujurias impuras, aunque el nombre de Dios y de la religión sea expuesto al reproche y al desprecio, y los corazones de los cristianos sinceros sean heridos y lloren amargamente por ello ante el Señor. Si tuvieran siquiera una chispa de verdadera gracia, ¿podrían resistir así contra el cañoneo del cielo? ¿Qué temeridad muestran bajo los estruendosos truenos del cielo? No temen la espada afilada del Todopoderoso, ni el arco terrible tensado; no se inmutan por las flechas que están ya sobre la cuerda, listas para lanzar su furia y sus reprensiones en llamas de fuego.

**Información 2.** Además, de aquí proviene también que haya tantos profesantes y miembros de iglesias codiciosos, terrenales y duros de corazón. ¡Ay! Puedes hablarles de este pecado abominable mil veces, y todo será en vano, sus corazones (se teme) están entregados a su codicia. Aman más al mundo que a la Palabra, sí, más que a Dios o a Jesucristo; y sin embargo, bajo un manto de religión, se escudan como si todo estuviera bien y fueran buenos cristianos. Y como no codician los bienes ajenos sino los suyos propios, y por tanto no son culpables de robo, concluyen que no se les puede acusar de este pecado de codicia; aunque no se preocupan por los pobres miembros de Cristo, no visten al desnudo, ni alimentan al hambriento, ni visitan al enfermo (Mateo 25). Dan algo, es cierto, pero no según la necesidad de los pobres, ni según su capacidad, ni lo hacen por amor a Cristo, ni a sus pobres santos. Lo que dan, tal vez lo dan para evitar el reproche, o para calmar sus conciencias. Y de ahí también proviene que haya tantos murmuradores, chismosos y detractores en las congregaciones, y por tanto tanto desorden y conflicto en nuestras iglesias. Aunque los cristianos piadosos pueden ser culpables de grandes desórdenes y muchas debilidades, estoy persuadido de que, si no fuera por tantos profesantes falsos, engañosos, carnales e hipócritas, nunca estaríamos como estamos. ¿Qué hace que el mejor plan que jamás hemos tenido entre nosotros para promover el interés de Cristo y el bien de las iglesias sea tan descuidado y esté a punto de fracasar desde el principio, sino el gran desánimo que este tipo de personas produce? No tienen interés en una obra tan buena y grande, quieren enriquecerse y llenar sus propios cofres y tesoros, pero no quieren aportar al tesoro de Cristo. Y este mal ejemplo suyo es una tentación para hombres y mujeres sinceros y rectos. ¿Qué hacen tales personas? Son mucho más ricas que yo, y no hacen nada. A estos quiero decirles una palabra: ¿Acaso no harás más por Dios, porque algunos que no lo aman no hacen nada? ¡Ay! tú necesitas hacer aún más. Estoy convencido de que no querrías ser hallado como virgen insensata en el día de Cristo. ¿Cómo sabes si esos mismos hombres no serán hallados como aquellos que valoraron más la satisfacción de una lujuria vil que el cumplimiento de un deber santo y aceptable a Cristo? que dan más para adornar y embellecer sus casas, y para complacer los bajos deseos de sus hijos, que para promover el Evangelio y recuperar el decaído interés de Jesucristo que está en nuestras manos. ¿Y no será esta la razón por la que nuestras asambleas están tan vacías los días de enseñanza? ¿No es porque los corazones de la gente no están bien con Dios? ¿Pueden los cristianos piadosos estar siempre bajo la misma tentación? ¿Puede el pecado predominar en ellos, y actuar así habitualmente para escándalo de su santa religión? ¿Puede el pecado habitar en las afecciones de los santos, solo porque hay algunas debilidades en su conducta? ¿No es reprendido rápidamente un verdadero hijo de Dios por su falta? ¿Y no se reforma de inmediato? Pero esto es un curso constante de mal, y una persistencia voluntaria; es más, quizás se ganen tu desprecio si les hablas con franqueza. Seguramente Cristo está a las puertas. Ahora el reino de los cielos ciertamente puede compararse con diez vírgenes, cinco prudentes y cinco insensatas: lee el final de Mateo 24 y el comienzo del capítulo 25. Se teme que ahora una multitud de vírgenes insensatas ha entrado en la Iglesia, como Cristo señaló que sucedería poco antes de su venida, cuyo final será peor que su principio.


**Reprensión 1.** Esto también reprende a aquellos que fomentan tales nociones y se esfuerzan por infundirlas en las mentes del pueblo, las cuales son absurdas y tienden a cegar y arruinar sus almas, diciéndoles que están en el pacto de gracia y que son miembros de la Iglesia por la fe de sus padres, y que tienen el sello del pacto; aunque jamás he podido entender qué es lo que realmente se les sella o asegura. Pues un sello, como todos saben, usualmente confirma todo lo contenido en dicho pacto. ¿Acaso perderán las bendiciones del pacto de gracia aquellos a quienes se les ha sellado? ¡Ay! Se teme que, por esta causa, muchos piensen que están en buen estado, aunque nunca hayan sido unidos por la fe salvadora a Jesucristo. ¿Puede un sello no confirmar las misericordias del pacto para ellos? ¿O pueden perecer después de estar en el pacto y tener su sello? La circuncisión fue, en verdad, un sello de la fe que Abraham tuvo cuando aún no estaba circuncidado (Rom 4:11-12). No fue un sello de la fe que no tenía, sino de la que ya poseía; y por tanto, no podía ser un sello de la justicia de la fe de sus hijos varones, quienes, siendo aún incircuncisos, no tenían tal fe como para creer en Dios y que les fuera contada por justicia, como ocurrió con Abraham, su padre, a quien la circuncisión fue llamada sello de la justicia de la fe que tuvo aún no circuncidado, para que fuese padre de todos los que creen (Rom 4:13). Fue un sello para él tanto de esta bendición como de la anterior; porque la promesa de que sería heredero del mundo, según muestra el apóstol, no fue por medio de la Ley, ni por la circuncisión, ni se confirió tal dignidad a nadie más que a Abraham; lo que muestra claramente que la circuncisión no pertenecía al pacto de fe.

**Reprensión 2.** Asimismo, reprende a otro tipo de personas, que dicen al pueblo que fueron hechos hijos de Dios, miembros de Cristo y herederos del Reino de los Cielos en su bautismo, o más bien en su rociamiento. ¡Oh, el peligro de esta doctrina perniciosa! ¡Cuántos se halagan a sí mismos con la esperanza del cielo, basándose en este falso fundamento, pensando que absorbieron la verdadera fe y religión junto con la leche materna, y que fueron hechos cristianos por un sacerdote que les esparció un poco de agua en la cara cuando eran bebés, aunque vivan en toda clase de horrendos pecados y sean enemigos de la vida y el poder de la piedad! Este es un modo de hacer cristianos que Cristo y sus apóstoles jamás enseñaron; y es una manera de curar superficialmente la herida del pueblo, apartándolos de buscar la gracia y la verdadera regeneración; pues si fueron hechos verdaderos cristianos entonces, regenerados entonces, sin duda su estado es bueno; y es de temerse que miles concluyen eso y jamás dudan de su salvación.

**Reprensión 3.** Además, reprende a todos los que se conforman con la moralidad; que, porque llevan una vida sobria y pagan lo que deben, actúan con justicia, etc., concluyen que todo está bien, sin buscar otra forma de religión. Y también reprende a aquellos que se jactan de su conocimiento y logros espirituales, que creen que su estado es bueno porque son miembros de una iglesia verdadera, han sido bautizados de hecho, participan de la cena del Señor, leen y oran en sus familias, y cumplen con todos los deberes externos de la religión, pero se apoyan enteramente en estas cosas, y nunca han llegado a ser pobres en espíritu, ni a obtener una verdadera unión con Cristo, sino que son ignorantes de la fe en cuanto a la operación de Dios. ¿Qué significa entonces el orgullo de algunos? su amor a las cosas terrenales, contiendas, murmuraciones, calumnias, falta de amor, divisiones, etc., cerrando los ojos a mayor luz y descubrimiento de la verdad. ¡Oh, consideradlo por amor al Señor, no sea que después de toda vuestra alta profesión y esperanzas del cielo, acabéis cayendo al infierno!

**Reprensión 4.** Por último, reprende a todos esos escrupulosos y quisquillosos que parecen hacer de su principal ocupación el volver odiosos a todos aquellos que no comparten su humor fantasioso; las mujeres no deben usar ni un poco de encaje, ni un anillo de oro, ni los hombres llevar peluca, aunque sea corta y modesta (e incluso recomendada por médicos competentes por razones de salud), porque el apóstol dice que es vergonzoso que un hombre lleve el cabello largo; por tanto, caen en extremos, se cortan el cabello casi hasta las orejas, y se disfrazan así, censurando a otros como culpables de gran abominación (por no imitarlos), como si los puntos principales de la religión residieran en esas necedades y formalidades, y como si no pudiera considerarse cristiano piadoso a nadie que no tenga su misma talla, longitud y anchura, y se conforme a ellos en estas pequeñas cosas (que pueden ser lícitas, pese a lo que tales digan); y hacen odiosos a aquellos que son mejores que ellos, como si fueran personas que aborrecen la instrucción y arrojan la Palabra de Dios tras de sí, etc. Estos hombres parecen llevar la imagen exacta de los fariseos antiguos; y aunque cuelan el mosquito, al mismo tiempo tragan el camello. Porque se teme que uno de este tipo sea hallado culpable de horrendas mentiras y calumnias, murmuraciones y reproches contra su prójimo, pareciendo estar lleno de malicia y envidia, retratando a un gran cuerpo o multitud de cristianos piadosos como un pueblo vil y malvado, sin excepción, porque niegan el bautismo infantil, como si fueran engañadores e impostores malditos, aunque sean un pueblo sano en todos los aspectos esenciales de la verdadera religión y lleven vidas santas y piadosas, como hasta sus enemigos lo reconocen, y solo difieran de nuestros hermanos en esa única cosa que ningún hombre sabio y digno considera absolutamente necesaria para la salvación. Y no es desconocido cuántas personas eruditas, que difieren de nosotros en cuanto al bautismo, han reconocido que tenemos la Palabra de Dios clara a nuestro favor en este asunto; además, han confesado que el bautismo infantil es dudoso, y por tanto han pedido moderación y caridad. Pero poco de esto se ve en algunos celosos censores; aunque Dios (no hace muchos años) hizo un ejemplo terrible de un hombre por su pluma malvada, envidiosa y difamadora, cerca de esta ciudad, suficiente para hacer temblar a todos. Y no debe olvidarse jamás cómo difamó al pueblo falsamente llamado anabaptistas en un pequeño panfleto, lo cual no es desconocido para muchos; y el terror de conciencia que lo invadió poco después, y cómo, en desesperación, se ahorcó en Bricklane, bajo el sentido y la percepción del temible enojo y desagrado de Dios; clamando contra sí mismo por haber escrito aquel libro maldito hasta el último momento; declarando que su estado era peor que el de Caín, Judas o Siphar; y que había tocado la niña de los ojos de Dios, etc.


**Reprensión 5.** Esto también reprende a las iglesias de Cristo, y más particularmente a sus pastores, por su descuido y negligencia al recibir personas; aunque no tengo a nadie a quien acusar, temo que en general hemos fallado en esto. ¡Ojalá se tenga mayor cuidado en el futuro! No es una iglesia grande, sino una iglesia santa y buena la que Cristo ama. Estoy convencido de que a las iglesias les iría mejor si muchos fueran separados de ellas. Pero, ¡ay!, qué rara vez se ha tratado con alguien por orgullo o avaricia, como si no pudiéramos hallar a esos ofensores tan fácilmente como a otros.

**Reprensión 6.** Además, reprende severamente a aquellos predicadores cuyo gran empeño es llevar a los hombres a una profesión visible, y hacerlos miembros de iglesias, cuya predicación se enfoca más en llevar a las personas al bautismo y a someterse a ordenanzas externas, que en mostrarles la necesidad de la regeneración, la fe o un corazón transformado. Por amor al Señor, tened cuidado con lo que hacéis, si queréis estar libres de la sangre de todos los hombres. Muy a menudo vemos que, cuando las personas entran a las iglesias, concluyen que todo está bien; y cuando se predica sobre la conversión, no creen que les concierna a ellos, sino a otros que son abiertamente profanos: y así llegan a estar cegados, tal vez para su propia destrucción; y si su sangre no recae sobre alguna de vuestras puertas, será un alivio. Temo que algunos hoy día, como los fariseos, puedan ser acusados de recorrer mar y tierra para hacer prosélitos, pero cuando los hacen, los vuelven doblemente más hijos del infierno que antes, como insinúa nuestro Salvador.

**Examinación.** Esto también puede impulsarnos a todos a examinar estrictamente nuestros propios corazones, no sea que seamos hallados entre esos cristianos falsos y aparentes. Y para que podamos aclararnos en este asunto, considerad:

1. ¿Fuiste alguna vez profundamente convencido de tu condición pecaminosa y perdida por naturaleza, y del horrendo mal que hay en el pecado? ¿Has visto el pecado como el mayor de los males, lo más aborrecible para Dios, no solo por sus efectos, sino por su propia naturaleza, no solo porque rompió la relación entre Dios y el hombre, sino porque también desfiguró la imagen de Dios en el hombre y nos hizo semejantes al Diablo, llenando nuestras mentes de enemistad contra Dios, la piedad y los hombres buenos? (Rom 8:7).

2. ¿No hay algún pecado secreto que aún se practica y se consiente, sin haber roto con ese hábito maligno? ¿No está el mundo más presente en tus afectos, deseos y pensamientos que Jesucristo?

3. ¿Estás dispuesto a sufrir y perder todo lo que posees antes que pecar contra Dios? ¿Ves más mal en el más pequeño pecado que en el mayor sufrimiento?

4. ¿Deseas tanto la mortificación de tus pecados como su perdón, ser hecho santo tanto como ser hecho feliz? ¿Amas la obra de la santidad tanto como la recompensa de la santidad? ¿Amas la Palabra de Dios por la pureza que hay en ella, tanto como por el provecho que obtienes de ella?

5. ¿Has visto tu propia justicia como trapos de inmundicia, y has sido hecho pobre en espíritu?

6. ¿Has recibido a un Cristo completo con un corazón completo? Un Cristo completo comprende todos sus oficios, y un corazón completo incluye todas nuestras facultades: ¿no está tu corazón dividido?

7. ¿Es Cristo precioso para ti, incluso el más excelente entre diez mil? ¿Eres el mismo en privado que en público? ¿Amas a Cristo más que a hijo o hija? ¿Amas la persona de Cristo? (1 Pe 2:7).

8. ¿Puedes recibir con agrado la reprensión por tus faltas, y considerar como tu mejor amigo al que trata contigo con mayor franqueza?

9. ¿Escudriñas más tus propias faltas que las caídas de otros? ¿Eres universal en tu obediencia? ¿Obedeces la Palabra y los mandamientos de Cristo porque lo amas?

10. ¿Has sido el mismo en el día de la adversidad que ahora en el día de la prosperidad?

11. ¿Puedes decir que odias el pecado por ser pecado? ¿Tu mente es espiritual y está puesta en las cosas celestiales? ¿Amas a los santos, a todos los santos, aunque algunos no compartan tus puntos de vista en ciertas doctrinas?

12. ¿Puedes seguir adelante con gozo en los caminos de Cristo, aunque recibas poco aprecio entre los santos? ¿Puedes descansar tu alma en Dios, aun en la oscuridad, sin tener luz? ¿Está todo el fundamento de tu justificación y salvación edificado sobre Jesucristo?

Considera estas pocas preguntas, y no dudes que tu corazón es sincero cuando puedas darles una respuesta consoladora, aunque sea con algo de temor y dudas que aún puedan surgir en ti. Un verdadero cristiano está propenso a equivocarse respecto a su porción, y tomar por suya la que pertenece a un hipócrita; así como, por otro lado, el hipócrita se equivoca respecto a lo que le corresponde, y aplica a sí mismo lo que es porción de los cristianos sinceros. Pero la gracia es como una pequeña semilla al principio, que no puede ser fácilmente vista en la casa, es decir, en el corazón, especialmente cuando aún queda mucho humo y oscuridad.

Objeción. Pero tal vez alguien diga: lo que usted ha dicho tiende a alejarnos de los deberes santos y de la obediencia.

Respuesta. Dios no lo permita; pues aunque no queremos que descanses o confíes en tus deberes y obediencia, déjame decirte que un hombre piadoso, o aquel que es un verdadero cristiano, posee una justicia obrada en él, y por él, que sobrepasa la justicia de los escribas y fariseos (Mateo 5:20); si no fuera así, de ningún modo podría entrar en el reino de los cielos.

1. Su obediencia y justicia fluyen de un principio de vida divina o espiritual, o de un principio de gracia salvadora; de lo contrario, serían solo obras muertas. Y desde ahí actúa y hace todo lo que realiza para con Dios.

2. Actúa desde un principio de fe; su obediencia fluye de allí, viéndose justificado y aceptado únicamente en Jesucristo.

3. Actúa desde un principio de amor a Cristo, y es también siempre constante, tanto para la parte más difícil de la religión como para la más sencilla. Además, cuida tanto de mantener una buena conciencia hacia Dios, como de mantener una conciencia sin ofensa hacia los hombres. Toma todos los deberes religiosos como punto de cumplimiento, aunque los deja todos como punto de dependencia. Cuida tanto de su corazón y de sus caminos para agradar a Dios y glorificarlo, como lo haría alguien que esperase merecer el favor de Dios por ello; sabe que debe atender a los medios de salvación, así como esperar la salvación misma.

4. Supera a todos los demás en su fin, que es el honor y la gloria de Dios, o vivir para Dios en la tierra, así como vivir con Dios en el cielo.

Finalmente, cuán severamente lo que hemos dicho condena a todas las personas justas en sí mismas y a aquellos orgullosos que se jactan de su santidad y perfección, que piensan que no necesitan arrepentimiento. ¡Oh, que lo considerasen y temblasen antes de que sea demasiado tarde y perezcan eternamente por rechazar la principal piedra del ángulo! Recuerden: a menos que crean que Cristo es él, morirán en sus pecados. Asimismo, reprende severamente a todos los cristianos formales y carnales que no tienen más que un nombre. ¡Ay, señores! Si el hipócrita pintado, aquel que está tan gloriosamente adornado con muchos grandes dones, capacidades, sabiduría, conocimiento y aparente piedad, está en condición condenable, ¿qué será de ustedes? Llora, oh Inglaterra. ¿Cuántos cristianos inmundos, disolutos, traicioneros, orgullosos, borrachos, blasfemos e impuros (como se les llama) tienes en tus entrañas? Muestran su pecado como Sodoma, y no lo esconden, y aún así se glorían como si fuesen el único pueblo de Dios. Despierten, pecadores, antes de que los juicios de Dios se derramen sobre ustedes, porque ciertamente una gran ira está a la puerta. Dios ha hecho maravillas por la liberación de esta nación, pero ustedes las desprecian y desestiman. Ni los juicios ni la misericordia los humillan. ¿Qué quieren, si nada de lo que Dios hace los complace? Ciertamente, el Todopoderoso no los soportará por mucho más tiempo, si no se arrepienten.

Consuelo. Pero ustedes, los verdaderamente piadosos y sinceros, regocíjense, ustedes que lloran por sus propios pecados y por los pecados de la tierra. Están protegidos del león hambriento, su día se acerca, el Reino de Jesucristo está cerca, su redención está por llegar. Levanten sus cabezas y alaben a Dios por siempre.

Satanás, un espíritu impuro es,
De quien toda inmundicia fluye;
Un corazón malvado ha sido su casa,
Allí aún habita también.

Así como toda verdadera santidad, oh Señor,
Proviene solo de ti;
Así hallamos en tu bendita Palabra,
Que el pecado proviene de aquel maligno:

Y que él en un corazón impuro
Establece su maldita morada;
Así de bueno eres tú con tus santos,
Al morar en ellos, oh Dios:

Y para que tú tu posesión tuvieses,
A Satanás has echado fuera:
Y para salvar nuestras almas de toda inmundicia,
Obras extrañas has realizado.

Que teman aquellos adornados por el arte,
Y por gracias comunes,
Mientras todos aquellos canten con gozo en el corazón
Que son realmente sinceros.

Que los pecadores y todo hipócrita
Consideren su triste condena;
Mientras los santos cantan, teniendo a la vista
La gloria que está por venir.

El estado final de algunos hombres será
Peor que el primero;
Pero los santos son felices y están siempre seguros,
Y lo estarán por siempre jamás.